El mundo civilizado estaría mejor si las Naciones Unidas en su forma presente desaparecieran. Tales opiniones son expresadas por parte de mucha gente cada vez más a menudo, analistas sobrios de la escena internacional incluidos.
Como joven sentimental, temí por la ONU. Representaba la mejor esperanza para la humanidad - un foro global creado por los aliados tras la derrota del Nazismo para asegurarse de que el mundo nunca sería amenazado de nuevo por bárbaros genocidas. La ONU crearía un entorno en el que la moralidad y el gobierno de la ley prevalecerían en la escena internacional. Recuerdo haber dado salvas orgullosamente al organismo internacional que apoyó la creación del estado judío el 29 de noviembre de 1947, cuando Estados Unidos y la ferozmente antisionista Unión Soviética votaron al unísono en apoyo del nacimiento de Israel.
Los sueños y esperanzas de aquellos primeros días pronto fueron rayados. A pesar de su noble carta que mantiene los derechos humanos, la ONU nunca ha estado a la altura de sus ideales. La ONU ha fracasado despreciablemente en la prevención de las tragedias terribles en las que han muerto millones de personas. Sí que proporcionó una arena de gladiadores en la que las naciones occidentales y los soviéticos pudieron batirse en duelo con palabras en lugar de con armas nucleares. Pero desde el desplome de la Unión Soviética, la ONU ha seguido con ahínco el mismo camino que su caduco predecesor, la Liga de Naciones, exhibiendo impotencia en virtualmente cada actividad relativa a la seguridad colectiva, no pudiendo así prevenir abyectamente las tragedias terribles en las que millones murieron.
Tómese el caso de Ruanda, que en 1994 experimentó el peor genocidio desde los Nazis. En aquella época, la ONU disponía de una presencia importante en ese país, pero cuando el tema se empantanó en el Consejo de Seguridad, Kofi Annán retiró las fuerzas de pacificación de la ONU, y en menos de 100 días, más de un millón de Tutsis fueron masacrados brutalmente. Posteriormente, el Consejo de Seguridad aprobaba una intervención militar de liderazgo francés, que paradójicamente proporcionó asilo seguro a los asesinos Hutus.
Al año siguiente, en julio de 1995, en Sebrenica, Bosnia, un batallón de la ONU en una "zona franca sin declarar" entregó a 8.000 civiles musulmanes a los serbios, que enseguida los acribillaron. La ONU no convocó una investigación para revisar esa terrible atrocidad. En su lugar, Annán, al que más tarde se le entregaba el premio Nobel de la Paz, se conformó con declaraciones santificadoras. Finalmente, el embrollo yugoslavo, en el que más de un cuarto de millón de personas perdieron la vida, fue resuelto sólo gracias a que los americanos se saltaron el Consejo de Seguridad e intervinieron directamente.
La peor hipocresía en la ONU ha sido el indignante doble rasero empleado contra Israel. Aquí la tontería se expone al desnudo: Incluso con Irak en la agenda, la ONU continuó pasando más tiempo condenando a Israel que en cualquier otro tema. Recuerdo preguntar a Annán hace tres años, en una reunión pública en Jerusalén, si apreciaba las profundas dudas que la mayoría de los judíos compartían en relación con la ONU, a causa de su parcialidad contra Israel. Annán reconoció que si él fuera judío, también se sentiría incómodo con la trayectoria de la ONU, y dijo asegurarse de que nunca se repitiera el doble rasero contra Israel.
Bajo régimen de Annán, la ONU ha intensificado dramáticamente su parcialidad y su veneno contra Israel. No hace falta decirlo, Annán no cumple lo que promete, según lo ejemplificado en la sorprendente falta de distinción entre actos de autodefensa israelíes y bombas suicida palestinas indiscriminadas. La parcialidad evidente fue puesta de manifiesto en octubre del 2000, por la vergonzosa negativa de la ONU a proporcionar a los israelíes copias de los videos grabados cuando terroristas de Hezbolá se adentraron en territorio israelí y secuestraron a cuatro soldados israelíes.
Por supuesto, esto era consistente con la desgana de UNIFIL a impedir las incursiones terroristas en territorio israelí incluso después de la retirada de Israel del Líbano. La última abominación fue indudablemente la conferencia de Durbán, auspiciada por la ONU, de septiembre del 2001, que degeneró en un bloque de racismo que recuerda a la reunión Nazi de Nüremberg. Ese acto patrocinado por la ONU pasará a los anales de la historia como la plataforma de lanzamiento de la ola global de antisemitismo denominado ahora antisionismo.
Durante el último año, la hipocresía y los dobles raseros en la ONU han alcanzado su cénit. Siria, un asilo de grupos terroristas cuyo representante en la ONU todavía insiste en que los judíos utilizan sangre de niños cristianos para cocer al horno pan, fue en su día elegida para la presidencia del Consejo de Seguridad. Algunos meses más tarde, la hipocresía fue amplificada, cuando el virtuoso portador de los derechos humanos que es Libia, presidió la Comisión de Derechos Humanos. Si eso no fuera suficientemente anodino, Irak fue posteriormente nombrado presidente de la Comisión de Desarme, un papel que los propios iraquíes rechazaron porque habría proporcionado a los medios internacionales un festival no precisamente a su favor.
La realidad es que la ONU, el organismo creado para promover los derechos humanos, ha cerrado siempre los ojos ante atrocidades altamente visibles cometidas por sus miembros, incluso contra sus propios ciudadanos. Por nombrar algunos ejemplos actuales: La respuesta rusa a la insurrección y al terrorismo de Chechenia cuando la ciudad de Grozny tembló con unos 700.000 cadáveres; la supresión china de la independencia tibetana; la esclavitud y la masacre de más de un millón de cristianos y animistas por el gobierno islámico de Sudán; los crímenes terribles cometidos por Saddam Hussein contra su propio pueblo, y la masacre de 250.000 argelinos en una amarga guerra civil, por no mencionar todos los restantes regímenes tiránicos que niegan los temas de derechos humanos más elementales.
Las democracias europeas, excepto cuando están implicadas directamente, siempre tienden a esconder la cabeza en la arena y abstenerse en temas en los que deberían haber mostrado liderazgo moral. En la mayoría de los conflictos, en lugar de identificar a los agresores, endosan una equivalencia moral repitiendo clichés sin sentido acerca de ciclos de la violencia.
En este maremagno de amoralidad, Annán se presenta a sí mismo como portavoz de la seguridad colectiva y la paz. A pesar de su endoso selectivo ocasional de la eliminación por la fuerza de tiranos, tuvo las narices de declarar ilegítima una guerra liderada por Estados Unidos contra Saddam Hussein, el hombre que mató a más de un millón de sus propios ciudadanos, y cuyo acceso a armas nucleares y químicas amenaza aún a la humanidad. Para aquellos con un sentido de la historia, la explotación del Consejo de Seguridad como vehículo para minar los esfuerzos norteamericanos de neutralizar a Saddam Hussein trajo inevitablemente a la memoria la Liga de Naciones.
La historia registrará que los mismos países cuyas políticas de apaciguamiento pavimentaron el camino a Hitler en los años 30 son los que, sin tener en cuenta temas morales implicados, animan a los iraquíes a creer que los americanos retrocederán, y que al hacerlo, la guerra será evitable.
La interrupción del Consejo de Seguridad creó la situación grotesca en la que el Presidente de Estados Unidos y su secretario de estado fueron obligados a capitular, favorecer e incluso sobornar a estados de andar por casa como Guinea o Camerún. Una organización que pretende proporcionar seguridad colectiva global queda claramente comprometida si, para funcionar, sus principales miembros son obligados a explotar el cinismo, la corrupción y la hipocresía. Fue por tanto doloroso escuchar en los últimos días al Primer Ministro británico Tony Blair y a su ministro de exteriores parloteando una vez más clichés desgastados acerca de la importancia de la ONU y su papel vital en el mantenimiento de la seguridad colectiva.
El Presidente Bush había advertido previa y explícitamente que la ausencia de cumplimiento de las resoluciones de Irak haría a la ONU irrelevante. Así que fue particularmente lamentable que en su discurso de antes de la guerra, en deferencia a las necesidades políticas de su aliado británico leal, Bush se refiriera a un posible papel futuro de la ONU, implicando así que podría ser reautorizada. Ninguna organización dominada por dictaduras y tiranos podrá ser nunca una fuerza positiva.
Con seguridad, ha llegado el momento de afrontar esta realidad y mirar las cosas a la cara, aseverando explícitamente que para las nobles esperanzas y aspiraciones de aquellos que crearon la ONU en 1945, la organización ha demostrado ser un triste fracaso y sus días han terminado. Debería proclamarse inequívocamente que ninguna organización dominada por dictaduras y tiranías podrá ser buena.
Por lo tanto, como la superpotencia única y la democracia principal del mundo, Estados Unidos debe hoy considerar la creación de una nueva asociación de estados limitada a países que sean democráticos y que muestren respeto a los derechos humanos. Tal organismo multilateral también proporcionaría responsabilidad colectiva genuina y serviría como vehículo para promover la democracia en todo el mundo. Los regímenes autocráticos serían presionados a reformarse para ingresar, mientras que las dictaduras absolutas y los regímenes represivos serían aislados.
Cuando los europeos se recuperen de su lapso de irresponsabilidad y se den cuenta de la locura del apaciguamiento en lugar de enfrentar a los enemigos de la humanidad civilizada, también reconocerán con esperanza los beneficios de participar en tal asociación voluntaria de naciones democráticas. Tendría mucho más sentido que proporcionar apoyo artificial a un organismo disfuncional que permite que tiranías y autocracias influencien las políticas colectivas, impactando en la vida y la muerte de millones de personas.
NOTA: articulo tomado del new york times marzo del 2002.
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