por Gustavo Perednik
Respuesta a las dudas que sobre Israel formula Felipe Giménez
La verdadera pregunta
Con mucha altura Felipe Giménez Pérez ha planteado dudas que representan a una buena parte de la opinión pública europea. Me permito responderlas desde un análisis de su perspectiva.
Me resulta útil comenzar agradeciendo la bienvenida que me dio Fernando Genovés en su columna, porque me sorprendió su conjetura de que la voz judía podría suponerse harto presente en España. De mis frecuentes visitas y conferencias en este país, mi impresión es diametralmente opuesta. La voz que impregna los medios españoles, su vida cultural y su «corrección política» no es la judía sino precisamente la antijudía. Rara vez puede leerse o escucharse en medios masivos españoles una palabra comprensiva de Israel.
Esa influencia también se percibe en el texto de Giménez Pérez, a pesar de su visible buena disposición para con el pueblo judío, y a pesar de que atenúa sus cuestionamientos presentándolos como los del «abogado del diablo».
Sin embargo, para hallar la injusticia de sus argumentos, basta con ponerlos en un plano relativo. Israel no es una entelequia ni un concepto abstracto. Es un Estado, uno de los casi doscientos de este planeta, pero curiosamente el único al que persistentemente se le revisa el «pecado original» de su concepción, como si el resto de los doscientos países hubieran sido paridos virginalmente.
Seamos directos: ¿Hay algún país que no padezca pecados originales? ¿La expoliación de España en las Américas, o el robo de las tierras a los indios americanos por parte de todos los modernos Estados de América, no son pecados? El comportamiento colonial de los países europeos en el Tercer Mundo, que les permitió acumular las fortunas que los hicieron poderosos, ¿no son pecados?
¿Cómo han nacido Jordania o Arabia Saudita? ¿No son creaciones pecaminosas de los imperios modernos? ¿Ha revisado el autor los orígenes de los otros Estados, acompañados en general por agresiones e injusticias?
¿Por qué está Europa empeñada en hurgar solamente los pecados de Israel, un diminuto país que, a diferencia de todos los demás pecadores, era indispensable para salvar millones de vidas de las garras europeas? ¿No cabe preguntarse por qué los defectos de Israel son magnificados con lupas y las vilezas de sus enemigos (y del mundo entero) son salteadas o aun aprobadas?
La respuesta
Los europeos tienden a creer que el motivo de su enfermiza obsesión con Israel es su humana solidaridad con el oprimido pueblo palestino. Pero esa fingida solidaridad tiene un doble mentís. Primeramente, que de entre centenares de pueblos carentes, sólo los palestinos despiertan la solidaridad europea. Segundamente, que toda vez que los palestinos sufren por culpa de otros regímenes (Jordania, Kuwait, Arafat) no hay protestas ni lamentaciones. Sólo cuando puede acusarse a Israel (aun indirectamente, como en el caso de Sabra y Shatila) hay furibunda empatía.
El núcleo de la verdad es que Europa necesita repetirse a sí misma que Israel es victimario. Así aplaca sus propias culpas por la inmisericorde destrucción del pueblo judío que viene perpetrando durante siglos.
Por ello nos acusan siempre. Por ello Giménez, aun con buena voluntad, no puede superar la necesidad de inspeccionar en Israel (y sólo en Israel) para revelar pecados de nacimiento.
No hay creaciones humanas perfectas; Israel tampoco lo es. Pero cuando de los doscientos Estados a disposición para el análisis crítico, Europa concentra su cuestionamiento privativamente en la legitimidad de Israel, sus preocupaciones morales resultan sospechosas. Vamos a los hechos.
La tierra de Israel fue independiente sólo cuando la poseyó el pueblo hebreo. Este fue despojado de su tierra por la fuerza, y nunca renunció a ella. No existe otro pueblo que haya mantenido por su tierra una incesante fidelidad de más de tres milenios. Y presencia constante. Siempre hubo comunidades de judíos en Israel, aun en los largos períodos durante los que los imperios de turno lo habían prohibido expresa y estrictamente. Importantes comunidades se restablecieron en Jerusalén y en Tiberíades desde el siglo noveno.
El sionismo, como aspiración de retorno y de reparar una injusticia histórica, es milenario. Lo expresaron tanto judíos religiosos (Maimónides o Najmánides, quien se radicó en Israel en el siglo XIII) como irreligiosos como Baruj Spinoza, quien en 1670 declaraba que los judíos recuperarían Israel.
Lo que se produjo en el siglo XIX fue la politización del sionismo, tal como le ocurrió al resto de los movimientos nacionales (aunque en el caso de los judíos acuciaba la urgencia de una solución a su problema nacional, ya que la incansable crueldad europea arreció con mayor fuerza y saña). La urgencia del pueblo judío por recuperar su tierra fue una carrera contra el tiempo... en la que llegó tarde.
Y destaquemos que aunque el pueblo judío era consciente de sus derechos históricos sobre toda la tierra de Israel, siempre estuvo dispuesto a contentarse con sólo una pequeña parte de ella. Estuvo listo a recuperar con alivio aunque más no fuera un territorio cien veces más pequeño que España, un rinconcito en este planeta al que poder volver a llamar finalmente patria, y dejar de ser perseguido. Renunciaba al todo para lograr un poco, por la premura que imponía que miles y miles de judíos fueran asesinados. El nadir de su martirologio llegó en la Segunda Guerra Mundial, cuando uno de cada tres judíos fue asesinado.
Me pregunto: ¿No es este todo esto suficiente para despertar mayor comprensión para con los «pecados» de Israel, para mirarlos con menor rigor del que aplicamos a los pecados de todos los demás países del orbe?
Agréguese que desde el comienzo la idea fija de Israel fue tender una y otra vez su mano de paz a los árabes. Se cansó de proponerles por todos los medios, hacer juntos del desierto un vergel, construir una tierra cuya prosperidad iba a beneficiar a los dos pueblos. Algunos de los árabes, respondieron al llamado. El Emir Feisal de Hejaz firmó en 1919 un tratado con la Organización Sionista Mundial, que preveía la convivencia en paz de los dos pueblos en un Estado hebreo renacido que traería beneficios a sus ciudadanos de todas las etnias y religiones. Pero el sufrido pueblo árabe terminó una vez cayendo presa de los líderes más fanáticos y sanguinarios, y las voces de los que deseaban crear en paz, fueron ahogadas en sangre.
La verdad demográfica
Vayamos a las cifras, que son la preocupación fundamental del texto de Giménez, y el núcleo de la deliberada ignorancia europea sobre la cuestión. Los diversos imperios que la gobernaron les habían prohibido a los judíos regresar a Palestina, porque sólo ellos tenían aspiraciones independentistas en el territorio. Cuando a pesar de las trabas, los judíos revivieron su audacia y comenzaron a regresar a la tierra de Israel en gran escala (1882) moraban allí (junto a algunos miles de judíos) unos doscientos mil árabes. Éstos no tenían ni identidad nacional ni cultura distintivas. Apenas vieron asomar los primeros frutos de la inmigración israelita, los empobrecidos árabes de los países vecinos respondieron a la obra creadora del sionismo: comenzaron ellos también a encaminarse a la entonces Palestina, precisamente porque el arribo de los judíos traía nuevas opciones de trabajo. No había pueblo palestino. No lo hubo hasta bien entrado el siglo XX.
Hasta hoy mismo puede verse en la práctica los beneficios que a los árabes les trajo el renacimiento de la patria hebrea. Es irrefutable que los árabes gozan de mayor prosperidad en Israel que en cualquier país árabe. Y no hablo sólo de nivel económico o cultural. En Israel hay parlamentarios palestinos, jueces palestinos que actúan sin temor, partidos políticos palestinos, diarios y radios. De hecho, es el único país del mundo en donde árabes como grupo exhiben tanta libertad. En ningún país árabe pueden ejercerla.
¿Que la situación podría mejorar? Por supuesto. Pero comenzar por criticar a Israel para que se corrija, y omitir las flagrantes violaciones de derechos humanos en el resto del mundo, sobre todo en el mundo de los enemigos de Israel, es a todas luces sospechoso. Resulta de una acendrada obsesión contra lo judío. Contra la cultura judía, la vitalidad judía, el país judío. Saltear ese dato no mejora la situación.
Los judíos no despojaron a ningún pueblo. La mayor parte de la tierra era estatal. Y el Estado moderno, eran los imperios otomano y británico. Los judíos vinieron a trabajar la tierra, no a desposeer a nadie. Construyeron sus kibutzim, sus aldeas colectivas, su agricultura de avanzada, sus universidades. De todo ello se vieron beneficiados también los árabes, a quienes sus líderes ofrecían sólo las alternativas de bombas, muerte y odio.
El conflicto de Palestina no comienza con la llegada de los judíos, como arguye Giménez Pérez, sino con el rechazo de los líderes árabes.
La guerra la desata el agresor. Esos mismos líderes nefastos que no se opusieron al imperio colonial, sí descargaron su ira contra un puñado de necesitados que venían a trabajar el desierto porque en Europa los trataban como un virus, y porque sabían que esa tierra les pertenecía por legítimo derecho histórico. Y Europa alentaba al agresor.
El tema central
El conflicto del Medio Oriente es la historia de una violencia terrorista que tiene un perpetrador muy concreto. Una guerra entre una parte que fue agredida desde el comienzo y se defiende como puede, y está dispuesta a renunciar a algunos de sus derechos en aras de la paz, y la otra intransigente que mata sin discriminación y celebra aun el asesinato de niños.
Por supuesto que la parte agredida comete y cometió errores. Bien concluye Giménez con que Israel no siempre tiene razón. Nadie tiene siempre razón. Pero uno no debería comenzar a juzgar una situación por medio de ensañarse con la víctima.
Ignoro quién es el autor judío al que cita Giménez. Como pertenezco a un pueblo democrático, estoy habituado a que abunden escritos de judíos desde todas las posiciones imaginables. Pero en rigor habla muy bien del sionismo que cuando se deban mencionar ejemplos reales (y no mitos) de la vileza de Israel, lo que se traiga a la memoria es que había inmigrantes judíos que rompían huevos y envenenaban tomates.
En funesto contraste, el movimiento nacional árabe-palestino, apuntó y apunta deliberadamente a matar mujeres y niños. Se alió con Hitler. Fue iracundo. Exaltaba la lucha genocida del fundamentalismo islámico (que es una forma violenta de expansión imperialista).
No hay países perfectos. Pero a Israel le asiste la razón de ser la víctima de regímenes atroces.
Y a la mayoría de los españoles (Felipe Giménez incluido, aun como «abogado del diablo») les cabe el pecado original de buscar con lupa las fallas de Israel y saltear los horrores que perpetran sus enemigos, que es un modo de alentarlos en su embate genocida. Y de azuzarlos con el mito del «pueblo despojado» que es moneda corriente en Europa.
Giménez señala la discriminación insita en la Ley de Retorno israelí, que privilegia la inmigración judía por sobre la no-judía. Otra vez, establezcamos una perspectiva relativa. ¿Hay algún país en el mundo que no ejerza esa discriminación? Si yo quisiera inmigrar a España ¿no me facilitaría mis derechos descubrirme nieto de españoles? Del mismo modo, ser judío significa para Israel ser descendiente de los poseedores de esta tierra. Que el momento de esa posesión haya sido remoto, no debilita el reclamo histórico: lo fortalece. No se trata de que hace dos mil años los judíos poseyeron Judea, sino que durante dos mil años fueron el único pueblo en reclamarla como propia.
Otra vez, Giménez menciona las leyes de propiedad de tierra en Israel, que determina que nadie es verdadero propietario de la tierra, sino el ente de forestación. Son leyes muy humanistas que han permitido hacer del desierto un oasis agricultor. Pero Giménez no se detiene en logros sino en pecados. En contraste, no ha revisado las leyes de tierras de ningún otro país. Se habría enterado que la ley de Jordania (uno de los más moderados de entre las naciones árabes) pena explícitamente con la muerte a quien venda tierra a judíos. Habría descubierto que los judíos tienen expresamente prohibida la entrada a Arabia Saudita y a otros países, aun como turistas. ¿Por qué entonces poner el dedo acusador contra Israel? ¿No puede reconocerse aquí nuevamente la obsesión europea?
Preveo a algunos de mis contradictores, que espero mantengan la altura de Giménez. Me espetarán que eludo el tema. Que lo que se espera de mí es que explique a Israel, no que muestre cuán feo es el mundo. Pero ése es el quid. No me avengo a que Israel siempre deba explicarse y defenderse desde el banquillo de los acusados. Que la Bélgica que arrasó el Congo, la que ni siquiera juzgó a sus criminales nazis, en este mundo de ayatolas y tiranos, haya elegido para incriminar sólo al Primer Ministro judío. Que la cínica Europa acuse, e Israel siempre deba defenderse. Pues no lo acepto.
Me recuerda a un rector universitario que en la década del veinte sugirió que se redujera el número de judíos admitidos a la universidad, debido a que «se copian en los exámenes». Cuando alguien le replicó que los cristianos también se copian, el rector se despachó impávidamente: «¡No me cambie el tema! Estamos hablando de los judíos». Bueno, amigo Giménez, permítaseme cambiar el tema.
robado de apoyando a Israel
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