¿Es oportuno que Israel sea un estado judío? Tanto como preguntarse si es muy necesario que el papa sea católico. Los defensores de los derechos individuales se plantean sin embargo esta cuestión inspirándose en argumentos ya muy utilizados en ciertos países donde se preconiza poner en sordina la identidad nacional con el fin de que las minorías se sientan más a gusto y así se eviten engendrar terroristas. Este tipo de argumentos se niega a tener en cuenta la aportación benéfica de la comunidad nacional, de sus valores fundamentales y de su identidad, el argamasa que impide a una nación dividirse en pedazos.
En Israel, el alegato a favor de las minorías y los derechos individuales se articula alrededor de dos argumentos. El más evidente, si así se puede decir, hace valer que una ocupación prolongada de Cisjordania condenaría a Israel, ya sea a convertirse en una potencia colonial, ya sea a renunciar a su identidad judía en provecho de un estado binacional. Sólo un regreso a las fronteras (ligeramente modificadas) de 1967 podría frenar los desastres de la ocupación y sus efectos corrosivos sobre el alma de Israel, preservando por otra parte una base demográfica esencial para un estado judío y democrático.
El segundo elemento de la argumentación levanta apuestas más delicadas, que también conciernen a muchas otras naciones: Israel, contenido en sus fronteras de 1967, debería abrirse al multiculturalismo. Es decir, renunciar a sus valores judíos para convertirse en un Estado culturalmente neutro, capaz de asegurar la integración de más de un millón de ciudadanos árabes (cerca de un quinto de la población israelí). Esto permitiría también a los judíos laicos librarse de lo que es percibido como un régimen rabínico opresivo. (Hoy, en Israel, no podemos casarnos, divorciarnos ni ser enterrados sin la participación de una autoridad religiosa, judía y musulmana o de otras religiones)
Estas consideraciones parecen sin embargo descuidar el hecho de que todas las naciones, incluso las más grandes y extensas como los Estados Unidos o
Los defensores de los derechos individuales aspiran a que los valores comunes de los israelíes judíos se disuelvan, y que incluso otras naciones no tengan más que vagas nociones de su cultura común: en el Reino Unido, la noción de " Britishness " (" britanidad ") se resumiría en un gusto inmoderado por la cerveza tibia y el cricket. Sin embargo, comprobamos que las naciones privadas de fuertes valores unificadores se exponen a secesiones (como en Canadá o en España) y que tienen grandes problemas a la hora de imponer una política nacional que exige sacrificios por el bien común.
Por otra parte, toda nación digna de ese nombre tiene una cierta orientación cultural. Usted puede reírse burlonamente al oír hablar de Europa como de un continente cristiano, pero el hecho es que el descanso dominical es una regla de la sociedad (y no el shabbat judío o el viernes de los musulmanes), las vacaciones siguen el calendario de las fiestas cristianas y hasta los manuales escolares, así como diversos ritos públicos, conllevan valores cristianos.
Procurando borrar estas culturas nacionales, nos arriesgamos a un empobrecimiento. Es justamente el temor de tal pérdida el que atrae a tantos electores europeos hacia partidos políticos hostiles hacia la inmigración, y el que alimenta sentimientos antipalestinos en Israel. Así pues, la única posición razonable consiste en respetar la diversidad en el seno de la unidad: cada nación definiría cuales son las reglas que deben ser compartidas por todos, y hasta donde cada comunidad es libre de seguir sus propias tradiciones. Así, en el Reino Unido, en lugar de fusionar todos los grupos étnicos, como se sugirió recientemente, sería preferible aceptarlos como tales, para que ellos no amenacen los valores y las instituciones nacionales comunes.
En Israel, esto implicaría no sólo respetar el derecho de los judíos y de los árabes a practicar libremente su religión, sino también el de no practicar ninguna. Y lo que es más, los predicadores del odio y los apóstoles de la violencia no deberían gozar de ninguna complacencia. Habría también que levantar las medidas discriminatorias contra los árabes israelíes y los judíos laicos en materia de subsidios y de privilegios concedidos por el Estado, como es el caso de la atribución de las bolsas de estudios.
La sociología nos enseña que las sociedades son unos organismos complejos, animados de necesidades y de valores diversos entre los cuales no se sabría privilegiar algunos más que en detrimento de otros. No es posible cuidar las susceptibilidades de cada una de las minorías sin correr el peligro de comprometer lo esencial: la comunidad nacional.
Todo esfuerzo que pretendiera asimilar completamente las minorías (con desprecio de su propia cultura) o intentara liquidar el ethos nacional (en detrimento de la cultura común) no servirá más que para exacerbar los conflictos y las tensiones. El interés general querría más bien que alcancemos una dosificación justa entre las aportaciones positivas de la diversidad y los valores fundamentales que todos nosotros deseamos compartir, tantos como somos.
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