A veces matan, pero por su estoicismo se diría que las familias de las víctimas no sienten dolor: nunca ofrecen espectáculos desgarradores, como los allegados a los terroristas cuando los israelíes los atacan.
Los israelíes no gritan, no se mesan los cabellos ni se arrojan ceniza, y si alguien queda descuartizado por un misil, retiran silenciosamente sus despojos de las ramas de algún árbol, de la pared donde están pegados.
Se les pregunta por qué no expresan su sufrimiento, y responden que no va en su carácter y que deben mantener la dignidad y la entereza. Como hacían sus antepasados si sabían que iban a las cámaras de gas.
Aunque ahora hay respuesta: un helicóptero o un avión israelíes lanzan un ataque preciso sobre el lugar de donde salieron los Kassan. Pero muchas veces los terroristas ya han huido dejando varios niños palestinos allí.
Que aparecen muertos en las televisiones de todo el mundo. Cuerpecillos a los que abrazan mujeres que gritan afligidamente, por hombres que chillan dándose golpes de pecho, todo dentro de un clima asfixiante, barroco y enrojecido con la sangre infantil.
En ese ambiente emotivo los periodistas solemos olvidarnos de contar que los terroristas islamistas muchas veces dejan niños en lugares peligrosos mientras huyen esperando que la muerte de los inocentes conmocione el mundo. “Ojala amaran tanto a sus hijos como nos odian a nosotros”, decía Golda Meir.
Hubo jefes terroristas cuya guardia de corps era una docena de esos niños. A veces los envuelven en bombas y los explosionan a distancia.
Las guerras son también de propaganda. Y los israelíes la están perdiendo.
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