Tiene un rostro poderoso. Los retratos juveniles demuestran que fue un hombre muy atractivo, y aún hoy posee una cabeza rotunda que, en las fotos, recuerda el busto de un general romano, con su tupido pelo y esos ojos de águila que parecen acostumbrados a contemplar cómo se desmoronan los imperios. Por eso, por la impresión de fuerza que produce, lo primero que choca al conocer a Amos Oz es su pequeñez. Es un hombre minúsculo: probablemente no llegue a alcanzar un metro sesenta. Se le ve delgado y suficientemente ágil, pero no es nervudo y posee un pequeño tórax en punta que resulta muy poco atlético. Ha cumplido ya 68 años, pero tiene algo de criatura intemporal. Algo de gnomo, a la vez fuerte y delicado, a la vez niño y sabio. Un ser distinto. Viéndole, ahora puedo entender lo que cuenta en su autobiografía Una historia de amor y oscuridad (Siruela), un libro espléndido que probablemente sea su obra maestra. Ahí explica cómo sus compañeros de clase le maltrataban hasta llevarle a tal punto de desesperación que se empezaba a morder sus propias manos. Sí, seguramente era demasiado pequeño, demasiado guapo, demasiado inteligente, demasiado diferente, demasiado débil. Pero la fortaleza es una decisión interior, y él pasó toda su vida intentando vivir como un gigante. Se convirtió en un duro y estoico pionero de kibutz, en un valeroso pacifista, en un gran escritor.
Me alegra que haya ganado usted el Premio Príncipe de Asturias de las Letras y no el de la Concordia, por ejemplo. Debe de estar harto de que su faceta política se superponga todo el rato a la literaria. En España, además, se le considera uno de los pocos "judíos buenos" en contraposición con todos los demás, que se supone que son "judíos malos". Supongo que esta simplificación tan dogmática le resultará incómoda.
Sí, me siento enormemente incómodo con eso, porque a los ojos de la prensa europea, no sucede sólo en España, Israel consiste en un 80% de fanáticos colonos en Cisjordania, todos muy religiosos; un 19% de crueles soldados en los controles de las carreteras, y un 1% de maravillosos intelectuales como yo mismo que protestamos contra el Gobierno y lo criticamos. Como es obvio, esto es una completa distorsión de la realidad israelí. Por otra parte le diré que el título que más me gustaría tener algún día es el de "antiguo militante pacifista". Porque eso significaría que habríamos conquistado la paz. Ojalá no necesitara ser político nunca más.
¿Y cree que vivirá para verlo?
Depende de lo que me quede de vida. Pero creo que el conflicto palestino-israelí está exhausto, creo que hay un síndrome de fatiga en ambos lados, y creo que la fatiga es una buena ayuda para los conflictos en general, no sólo entre naciones, sino también entre parejas.
Sí, es bueno para llegar al divorcio. Usted lleva pidiendo desde 1967 que haya dos Estados, el israelí y el palestino. En esto fue verdaderamente precoz. Siempre ha tenido una visión muy pragmática sobre el asunto. Como usted dice, una visión de médico.
La mayor diferencia entre la intelectualidad de izquierda europea y yo mismo es que los intelectuales de izquierdas europeos, cuando ven un conflicto internacional, se apresuran a firmar un manifiesto contra los malos, organizan una manifestación apoyando a los buenos y luego se van a dormir muy satisfechos de sí mismos. Yo, por el contrario, tengo la actitud de un médico de urgencias. Si veo que ha habido un accidente de tráfico en la carretera y veo que hay heridos ensangrentados, antes de ponerme a determinar quién fue el que causó el accidente o qué porcentaje de culpa hay que repartir a cada cual, lo primero que intento es parar la hemorragia, y a continuación estabilizar al paciente. Y después de eso miraré la manera de curar las heridas. No pierdas un tiempo precioso preguntando quién tiene la culpa, porque además, en el caso de Israel y Palestina, no se trata de una cuestión en blanco y negro. Este es un conflicto entre dos derechos igualmente legítimos, el de los palestinos y el de los israelíes? Y a veces incluso pienso que es un conflicto entre dos causas igualmente erróneas.
Acaba de publicarse en España 'Fima' (Siruela), una novela suya que resulta muy actual, aunque es de 1989. Fima, el protagonista, se angustia mucho cuando escucha noticias de los territorios ocupados. Cuando una niña árabe muere porque los israelíes no le dejan cruzar el control y llegar al hospital, por ejemplo. ¿A usted le sucede lo mismo? ¿Le agobia todo esto?
Sí, sí, es terrible y a menudo siento que no puedo aguantarlo, que ya no puedo soportarlo. Pero desde luego, a diferencia de Fima, yo vivo una vida mucho más estable, más pacífica. De manera que a veces me siento y escribo una novela, puedo escaparme de la política. Fima, en cambio, imagina todo el rato lo que haría si él fuera el primer ministro, está obsesionado.
Ustedes tienen sus propios fanáticos religiosos, y los ultraortodoxos judíos también son un problema. Hay quien dice que algunos halcones israelíes no quieren llegar a la paz con los palestinos porque, si carecieran de un enemigo exterior, podrían terminar teniendo una guerra civil entre integristas y demócratas.
Me gustaría ser justo con los halcones israelíes. Algunos pueden actuar como usted dice, pero creo que la mayoría son personas aterrorizadas que no confían en los árabes, les tienen verdadero miedo, piensan que si devolvemos los territorios ocupados, eso será el final de Israel. Y yo comprendo su miedo. No estoy de acuerdo con sus conclusiones, pero puedo entender sus temores. Por eso no odio a los halcones, entiendo que están aterrorizados. Muchas de las posiciones extremistas de este país son un producto del miedo, combinado con el trauma del holocausto y el exterminio de los judíos. De hecho, yo creo que en Israel se necesita mucho más valor para ser una paloma que para ser un halcón. Muchísimo más valor. En cuanto al integrismo religioso judío, el problema es que el fundamentalismo está creciendo en todas partes. Entre los árabes, entre los judíos, entre los cristianos? Incluso entre los ateos, porque hay manifestaciones fanáticas en la izquierda radical. Es un peligro creciente en todas partes porque la gente está ansiosa de respuestas simples. Cuanto más complicadas son las cosas, más necesidad tiene la gente de recibir respuestas simples y consoladoras.
'Una historia de amor y oscuridad' es un libro perfecto para entender de dónde viene ese miedo en los halcones. Para ver la historia de Israel desde otro lado. El hostigamiento por parte de los países árabes y la inmediata invasión del Estado de Israel a las tres horas de haberse creado. Los sufrimientos padecidos. Ustedes muriéndose de hambre en Jerusalén y comiendo hierba. Su padre, que era de origen ruso, creció viendo en los muros de las ciudades europeas la pintada "¡Judíos, iros a Palestina!". Sesenta años después regresó a Europa y las pintadas decían con idéntica ira: "¡Judíos, iros de Palestina!".
Sí, sí, ¡vio las mismas pintadas pero al revés! O sea, iros a la Luna. O desapareced. O destruiros. ¿Se da cuenta de lo importante que es leer literatura para entender a los demás? Israel, en el mundo de la CNN, es una realidad en blanco y negro y completamente simplificada. Yo, cuando quiero entender España, por ejemplo, no voy a leer en los periódicos lo que dicen sobre ese país, sino que leo a sus novelistas.
En ese libro primero habla de las familias de sus padres... Ahí hay un relato común, colectivo, de los judíos en Europa, de los diversos exilios, del Holocausto... Y luego va centrándose en su historia personal y termina con el suicidio de su madre cuando usted tenía doce años. Es como si pasara del dolor colectivo al abrasador dolor individual. Su infancia fue brutal, y no sólo por el suicidio, sino por esos dos terribles años anteriores en los que su madre permanecía día y noche sentada en una silla, a oscuras, mirando hacia la calle.
Cuando escribí Una historia de amor y oscuridad mi rabia se disipó completamente. Porque durante muchos, muchos años estaba demasiado furioso con todo el mundo como para poder hablar con nadie sobre mi tragedia familiar. No se lo había contado a nadie. Ni siquiera lo había hablado con mi mujer y mis hijos. Era un completo tabú y no dejaba que nadie tocara el tema en mi presencia. Estaba demasiado furioso. Estaba furioso con mi madre por haberse matado, con mi padre por haberla perdido, estaba furioso conmigo mismo porque pensaba que probablemente había sido un chico malo y por eso no había sabido rescatarla. Pero cuando llegué más o menos a la edad de sesenta años, sentí que ya era lo suficientemente viejo como para ser el padre de mis padres, que, en la época de la tragedia, tenían como 38 o 39 años. Y entonces por primera vez empecé a verlos como mis hijos, y empecé a entenderlos. Eran unos chicos que se metieron en un matrimonio para el que ninguno de los dos estaba preparado. Y los dos fueron bastante tontos, bastante inútiles, en cierto sentido, a la hora de vivir. De modo que empecé el libro sin ira. Lo escribí con compasión, con ironía y con curiosidad. Una curiosidad infinita. En las seiscientas páginas de libro no se dice en ningún lugar quién es el culpable, o cómo se reparten las responsabilidades... Porque eso ya no me interesaba en absoluto. Lo que me interesaba era saber cómo vivían, qué comían, cómo hablaban, en qué cosas creían, qué sentían, cómo era la casa... Sentí la necesidad de rescatar todos esos detalles del olvido.
En el libro cita con nombres y apellidos a vecinos del pueblo de su madre, Rovno, en lo que ahora es Ucrania... vecinos que murieron cuando los alemanes asesinaron a 25.000 personas en un solo día. Es conmovedor, porque sin duda usted habló con sus tías y tomó notas de los nombres de esa gente para hacerlos revivir.
Sí, absolutamente. Absolutamente. Fueron asesinados seis millones de judíos y no puedo conmemorar a todos ellos, pero si por lo menos puedo conmemorar a diez o quince, algo es algo. Por lo menos lograr que sus nombres sean recordados.
Siempre he pensado que el peso del Holocausto debe de ser asfixiante para los judíos... Todo ese pasado abrumador es muy difícil de manejar. Me hace recordar el cuento de Simbad en 'Las mil y una noches', cuando llega a una isla y se le sube un viejo a los hombros y no hay manera de librarse de él.
Sí, es exactamente así... A mí también me recuerda a Eneas llevando a su padre a hombros tras la guerra de Troya. Cuando se te muere alguien, y no estoy hablando sólo de los judíos, estoy hablando de todo el género humano, cuando alguien se te muere, un padre, un hermano, alguien cercano a tu corazón, tú recoges ese muerto y lo metes dentro de ti, lo introduces en tus entrañas y te quedas embarazado de ese muerto para siempre jamás. Todos caminamos por la vida preñados de nuestros muertos. En el caso de los judíos, lo que sucede es que estamos muy, muy embarazados, porque tenemos muchísimos muertos a las espaldas. Y, naturalmente, como estás embarazado de ellos, te llevas a tus muertos a todas partes, al baño, a la cama... Yo he intentado desarrollar una relación distinta con mis muertos. Cuando escribí Una historia de amor y oscuridad, invité a los muertos a mi casa para que se vinieran a tomar un café. Por favor, les dije, venid y sentaos, tomaros un café, quiero presentaros a mi mujer y mis hijos, no os habíais conocido antes y me encanta que ahora podáis hacerlo. Y ahora vamos a conversar un rato, vamos a hablar un poco del pasado y luego os marcharéis. No quiero que viváis en mi casa. Sois bienvenidos de cuando en cuando, pero no os quedéis aquí. Esa es mi actitud.
Otra escena muy conmovedora del libro es cuando, tras la votación de la ONU a favor de la creación del Estado de Israel en 1947, su padre se tumba junto a usted, a oscuras, en la cama, y, por primera y única vez en la vida, usted le siente llorar. Luego él le cuenta cómo había sido maltratado de pequeño por ser judío, y le dice que eso ya no le va a pasar a usted... Sin embargo, poco después usted fue acosado bárbaramente en el colegio.
Sí, pero lo que mi padre dijo es que quizá yo sufriría abusos en la escuela por ser pequeño o por lo que fuere, pero que a partir de ese momento nadie se metería conmigo por ser judío. Él tenía razón: he sido maltratado y acosado muchas veces, pero nunca por ser judío. Ése es el sentido de Israel para mí. Lo que para mí significa ser israelí es exactamente eso: que nunca seré maltratado, humillado, perseguido ni discriminado por ser un judío. Y esto es suficientemente bueno para mí.
Es curioso, porque 'Una historia de amor y oscuridad' es un libro carente de rencor, ni en lo personal ni en lo social. Salvo en el caso de los británicos. Pone usted fatal a los británicos.
Sí, es verdad. Las primeras palabras que aprendí a decir en un idioma extranjero fueron British go home, que es lo que gritábamos los niños pequeños en Jerusalén cuando arrojábamos piedras a las patrullas británicas en la Intifada original, la primera Intifada, que fue la de los judíos contra el mandato británico.
A juzgar por lo que cuenta en el libro, los británicos se comportaron de un modo canallesco.
Sí, sí. Realmente una buena parte de la tragedia en Oriente Próximo ha sido causada por la hipocresía y por los engaños de los británicos, porque esencialmente hicieron un juego doble de engaño con judíos y con árabes. Prometieron la misma tierra a las dos partes, prometieron dos veces la tierra, y después, naturalmente, intentaron fomentar el enfrentamiento entre árabes y judíos para permanecer en el poder y seguir controlando la zona.
A los quince años se marchó de su casa y se fue a vivir a un 'kibutz'. Viniendo de una familia rota, no me extraña, porque el 'kibutz' es como una gran familia. ¿O quizá lo hizo para tocar tierra y no volverse loco?
Bueno, lo cierto es que cuando tenía unos catorce años me rebelé de manera radical contra mi padre. Quería convertirme en todo lo contrario de lo que él era. Él era un intelectual, yo quería ser conductor de tractor; él era de derechas, yo de izquierdas. Él era un hombre urbano, y yo me hice un granjero. Él era muy bajito, y yo decidí convertirme en un hombre alto. Esto último no funcionó, pero yo también lo había decidido. Me fui al kibutz pensando que encontraría allí una atmósfera completamente distinta a Jerusalén. Pero al cabo de un tiempo descubrí que no era ni mucho menos algo tan opuesto. Los mismos tipos charlatanes que había conocido en Jerusalén existían también en el kibutz, aunque vistieran mono, estuvieran bronceados, y aunque hablaran no ya del líder sionista Jabotinsky, sino de Trotski. Pero discutían de política y de ideas igual que en Jerusalén. Por otra parte, y como dice, desde luego para mí el kibutz fue una familia extensa.
Usted vivió allí durante 31 años. Para mí es como irse a vivir a la antigua Esparta, o a un monasterio.
No lo sentí así. No me sentí un monje. Sentí que vivía en una comunidad pequeña que me permitía desarrollarme como escritor. De hecho, les estoy muy agradecido por haberme dejado desarrollar como escritor. Y al mismo tiempo podía estar en constante contacto con el resto de la comunidad y formar parte de ella. Disfruté trabajando en el campo, me gustaba muchísimo, de verdad. Y disfruté comiendo en el comedor comunal con los demás, y también trabajando de camarero, porque trabajé muchos años, lo menos quince, de camarero en el kibutz. Todas esas experiencias todavía las recuerdo con mucho cariño.
Daba todo el dinero que ganaba con sus libros al 'kibutz'...
Sí, daba todos mis ingresos. Cada vez que me llegaba un cheque lo endosaba y se lo entregaba al feliz tesorero. Pero si necesitaba irme una semana a un hotel al otro extremo del país y encerrarme una semana a terminar un libro, simplemente me acercaba al tesorero, le decía la suma que necesitaba y él me la daba allí mismo sin siquiera mirar en los libros y ver si yo había hecho algún ingreso recientemente o no. Era un trato basado en la mutua confianza. Naturalmente, si le hubiera dicho que necesitaba irme a Hawai para escribir me hubiera contestado que no podía pagármelo. Pero era un arreglo muy familiar y lo aprecié mucho. Además, en cualquier caso nunca estuve muy interesado en el dinero. Es algo que nunca me ha importado mucho, de manera que me sentía feliz e incluso orgulloso cuando llegaba un buen cheque y yo me convertía en una de las fuentes de ingresos de la comunidad, como la sección de pollería o la línea de lácteos.
Usted tiene tres hijos, dos chicas y un chico. ¿Y qué me dice de esa costumbre del 'kibutz' de que los niños no vivan con sus padres sino en una casa aparte?
Eso suena bastante extremado. Muy espartano, o de la revolución cultural china. Mi mujer y yo llevábamos a los niños a la Casa de los Niños a las ocho y media de la tarde. Les acostábamos, les cantábamos una canción o les contábamos un cuento y nos despedíamos. Y ellos permanecían allí toda la noche, vigilados por las guardianas nocturnas. Luego, por la mañana, estaban con los otros niños, iban a la escuela y más tarde, a las cuatro de la tarde, todos los días, venían a casa con nosotros y permanecían allí hasta que los llevábamos de nuevo a la Casa de los Niños. Pero esas horas, desde las cuatro hasta las nueve, eran puramente familiares, totalmente para los niños. Sin llamadas de teléfono, sin reuniones de trabajo, sin horas extras en la oficina. Y esto es más de lo que la mayoría de los padres del mundo moderno dedican a sus hijos, cinco sólidas horas cada día. De manera que, en conjunto, pienso que no era un mal arreglo. Yo no estaba enteramente feliz con lo de llevar a mis hijos a la Casa de los Niños, nunca me gustó esa medida. Pero la acepté y no fue un desastre.
Abandonaron el 'kibutz' porque su hijo pequeño tenía asma y tuvieron que trasladarse a un lugar más seco.
Esa fue la única razón por la que lo dejamos; si no hubiera sido por eso, aún estaría allí.
Pero su hijo se curó, creció y se marchó, y no regresaron.
Es que después de pasar todos esos años fuera y acostumbrarnos a cierto grado de privacidad se nos hizo difícil volver. Además el kibutz mismo está atravesando por una grave crisis. Están pasando por muchas reformas y cambios, y muchas de las personas que yo conocía o se han marchado o se han muerto. El lugar ya no es el mismo. No sería volver a aquello que dejamos.
Y dígame, en los primeros momentos, tras irse del 'kibutz', ¿no se sintió muy solo?
Fue muy difícil, muy difícil, porque yo estaba acostumbrado a levantarme por la mañana e ir al comedor y tomarme un café con un grupo de cinco o seis amigos y discutir el periódico. Esa era parte de mi experiencia vital, leer y discutir el periódico cada día con un grupo de amigos, en una especie de pequeño parlamento... Y de repente tuve que leer el periódico solo cada mañana... Echaba de menos poder hablar y discutir con gente.
A los quince años, cuando entró en la comunidad, también se cambió de nombre legalmente. Abandonó el apellido paterno, Klausner, y se puso Oz, que significa 'coraje'. ¿Cómo ve ahora ese paso tan radical?
Cuando lo hice yo quería comenzar una nueva vida, y lo logré. Y el nombre simbolizaba esa nueva vida. Yo he pagado el tributo que le debía a mi padre al describirle en Una historia de amor y oscuridad. Al hablar de él con una sonrisa en los labios. No con ira, no con odio, sino con empatía.
Más que eso. Ese libro es una carta de amor a su padre. No a su madre, sino a su padre.
Sí, lo es, lo es. Acepto lo que usted dice.
Y terminó usted siendo todo lo que su padre quería ser. Como Fima, su personaje, que termina poniéndose el abrigo del padre muerto.
Sí, en efecto... Mire, esa mesa de despacho en la que escribo es la mesa de mi padre... La heredé de él. A él le dio tiempo de leer mis tres primeros libros y estaba orgulloso de mi escritura, no siempre estaba de acuerdo con lo que escribía y desde luego estaba en total desacuerdo con mis ideas políticas, teníamos furiosas discusiones al respecto. Pero creo que en los últimos años de su vida conseguimos acercarnos un poco.
Hablando de desacuerdos políticos, usted es muy conocido y muy polémico. ¿Ha recibido insultos por la calle?
Hubo unos tiempos muy malos en los que mis hijos eran llamados en la escuela los hijos del traidor. Eso fue muy duro y muy difícil. Y hubo tiempos en los que los taxistas discutían conmigo sobre mis ideas políticas. Ahora mucho menos, mucho menos. Porque ahora la idea de los dos estados y de la necesidad de llegar a un acuerdo ha calado mayoritariamente en la sociedad y ha sido aceptada por la mayoría, incluso por muchos halcones. Pero hubo tiempos en los que me sentí muy aislado y muy odiado. Nunca he sido agredido físicamente, pero recibí muchas cartas amenazantes: "Vamos a matarte", "vas a morir", "ya estás muerto"... Cosas así.
Tiene usted 68 años, pero a juzgar por su biografía podría tener doscientos. En primer lugar, es más viejo que el Estado en el que vive... Ha combatido como soldado en dos guerras, la del 67 y la del 73... Y ha vivido muchas guerras más...
Sí... he vivido la guerra del 48, la del 56, la del 67, la del 73, la del Líbano, y quizá habría que contar también la del Golfo, la Intifada, no sé cómo enumerarlas, demasiadas guerras. Todavía sufro pesadillas relacionadas con la guerra, y eso que ya han pasado 35 años desde la última en la que participé.
Hace cuatro meses sacó usted una nueva novela, 'Rimando vida y muerte', que todavía no está traducida y no he podido leer. Pero por el título veo que sigue escribiendo sobre el carácter paradójico de la vida, tan llena al mismo tiempo de luz y oscuridad... Hablando de luz: recuerdo una noticia de algo que sucedió en Pakistán. Un terrorista islámico dejó un coche bomba delante de una librería en la que se iba a poner a la venta el último libro de Harry Potter. Pero cuando el terrorista vio a cientos de niños en la cola, no fue capaz de hacerlo y avisó a la policía. Es una historia estupenda y un personaje perfecto para una novela. [Abriendo los ojos con expresión de golosa delicia, como un gato que contempla una sardina].
Sí, es increíble, es un personaje para una novela, absolutamente... Muchas gracias por contármelo, es una historia muy buena, maravillosa.
Sí, en efecto. En el momento en el que el supuesto enemigo se convierte en algo concreto y se puede visualizar, algunas personas se recuperan del fanatismo. Un amigo mío, el novelista israelí Shami Mijail, me contó hace muchos años algo que le sucedió en un taxi. Él iba de Haifa a Berseva, es un viaje muy largo. Y en un momento del viaje el taxista se puso a darle un mitin. Y dijo: "Tenemos que matar a todos los árabes". Entonces Shami, en lugar de gritarle que era una vergüenza sostener algo así, le preguntó al taxista: "Vale, pero ¿quién debe matar a los árabes?". El hombre contestó: "Nosotros". Y Shami: "Sí, pero sea más específico, por favor: ¿el ejército, la policía, los bomberos, los médicos? ¿Quiénes deben matar a los árabes?". El taxista pensó un rato y dijo: "Cada uno de nosotros debe matar algunos". "Bueno, vale, entonces usted, que vive en Haifa, se va a un edificio de apartamentos, llama al timbre de cada apartamento, perdone, señor, perdone, señora, ¿es usted árabe? Sí. Pum, pum, les mata. Y así usted mata a todos y cuando termina se va para su casa. Pero cuando está abandonando el edificio, escucha llorar a un niño pequeño en uno de los pisos superiores. Dígame, ¿dejaría al niño con vida? ¿Regresaría para matar al niño, o no?". Entonces hubo un largo silencio por parte del taxista. Y luego el tipo le dijo a Shami: "Es usted un hombre muy cruel". ¿Se da cuenta? Se le hizo muy difícil. Demasiado
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